miércoles, 16 de diciembre de 2009

Cantares de un niño angustiado. 1.

1.

Creo que tenía unos ocho o nueve años, no lo recuerdo muy bien. Pero si recuerdo que eran aquellos días de locura y balas y guerras televisadas que mis padres me hacían ver desde la frágil comodidad del sofá.
En aquellos días apenas y podría salir a la calle a jugar, no por el miedo a los combates, que en mi pequeño vecindario eran tan ajenos como los milagros, sino porque mis padres me obligaban a quedarme en casa para no meterme en líos con los niños de los vecinos. En realidad no querían que descubriera que nuestra familia era más pobre que el resto. Pero eso lo supe mucho después.
Un día, mi madre me sorprendió cuando llegó a casa con una pequeña bicicleta, era una BMX de color rojo, con sus rueditas extras para aquellos que aun no saben mantener el equilibrio. Yo nunca había tenido una bicicleta y apenas y sabía como pedalear. Era un regalo. Quizá una sensación de culpa había invadido a mi madre por el hecho de haberme creado infelizmente todos esos años.
Entonces llegó la locura de las tardes en bicicleta, al principio no me importaba salir con mi bici de las dos rueditas, de hecho nunca me importaba lo que pensaran los demás chicos a quienes siempre vi de lejos. Siempre me molestaron sus caras estúpidamente sonrientes, con sus ropas y juguetes que yo conocía solo desde la televisión y sus historias de hamburguesas y mundos felices.
Oía sus burlas. Habían los chicos más atrevidos que tenían bicicletas mas grandes y veloces, con sus adornos extras, como los afamados discos colocados a los costados de las ruedas con exóticos colores; haciendo sus trucos con esos aparatos ultra dinámicos. Y las chicas, en su mayoría sentadas alrededor del parqueo común, observando y riendo tontamente entre ellas, susurrándose cosas cada vez que uno de ellos hacia algo sorprendente y miraba hacia donde las niñas. Yo veía siempre intentando que no se dieran cuenta de que estaba también ahí. Lo cual no era muy difícil de conseguir.
Había entonces una niña que en especial atrajo mi atención. Tenía algo que no sabría explicar, porque realmente era muy parecida a las otras, es decir, a esa edad toda la gente me parecía igual, los chicos eran iguales, los adultos eran iguales, las chicas también eran iguales entre ellas. Y no sé, observaba y observaba, creo que me llamaba la atención sus detalles en color rosa. A veces usaba un listón de ese color para sujetar su cabello, otro día era su camisa o sus shorts, sus zapatos tenían también ribetes color rosado. Usaba una bicicleta rosada con una cesta en la parte del frente y era –descubrí- la única que tenía una bicicleta contra pedal, de esas que si dejas de pedalear o intentas hacerlo hacia atrás, automáticamente frena.
Un día le seguí hasta su casa, vivía a dos pasajes de distancia de la mía. Supe que estudiaba en uno de esos colegios católicos; de hecho todos los chicos del vecindario estudiaban en colegios católicos, hasta yo estudiaba en un colegio católico. Era hija única de dos padres normales (mis padres discutían todo el tiempo) y sus nombre era Karla.
Al regresar de mi colegio. Era la parte más feliz del día hasta entonces. La esperaba sentado en una banca del parqueo, sabía que en casa esperarían las tareas, la televisión, y mi familia; así que me daba igual regresar a casa a cualquier hora. Me sentaba ahí con un calor del diablo y mi estómago exigiéndome algo de comida. Pero no importaba, mi estómago y yo aprendimos a olvidarnos del hambre todo por ver a Karla, esos cinco o seis minutos al mediodía en los que se bajaba del microbús escolar y llegaba a la puerta de su casa que siempre habría la empleada doméstica, se daban un beso de bienvenida y ella entraba cerrando la puerta sin verme tan siquiera. Les recuerdo que no era difícil para mí pasar desapercibido.
Entonces me propuse algo inédito a esas alturas de mi vida. Saldría con mi bicicleta de color rojo, le pediría a mi hermano mandar a la mierda las dos rueditas y así me balancearía por todo el vecindario rompiendo el viento y provocando las sonrisas de las chicas. Si era posible rompería la bicicleta por la mitad a modo de fabricarme un monociclo, todo por atraer las miradas, sobre todo la vista de Karla. Aunque exactamente no sabía para que querría todo aquello.
Y salí, una, dos, tres veces, tomaba impulso apoyándome en algún vehículo y pedaleaba y pedaleaba viendo mis piernas moverse. Eso provocó dolorosas caídas y algunos raspones y peor aún, las risas de los demás chicos. Pero no importaba. Yo estaba ahí para ser el dueño de la tarde y de la atención de Karla. Pasaron varias semanas hasta que por fin lo lograba hacer con seguridad.
Los demás chicos comenzaban a aceptarme. Y algunos de ellos a agradarme. A veces llegaban hasta la casa para invitarme a las tardes de rodeo en bicicleta. Siempre que eso pasaba yo tenía que decirles que los alcanzaría. A mi madre no le gustaba que llegara gente a la casa, sobre todo para que no vieran que mi padre estaba borracho a media sala puteando al mundo entero. Tomaba mi bicicleta y salía a la libertad. A la mierda las tareas. A la mierda la televisión. A la mierda la casa. Al menos hasta la hora de cenar.
Por fin, una tarde. Casi noche. Karla me llamó. Yo estaba atónito, no sabía por qué me llamaba a mí, si antes ni siquiera sabía de mi existencia. Apareció con su sonrisa. Hasta eso me parecía color rosa. Con sus ropas con detalles rosa y su bicicleta rosada con la cesta enfrente. Dijo mi nombre. No sabía que supiera mi nombre. Preguntó por mi bicicleta. Ella está bien dije yo. Quería saber que se sentía andar en ella.
Ten cuidado. Esta máquina puede volverte loca si no estás lista para ella. Sonrió.
Puedo montarla, preguntó.
Claro, respondí.
Subió y pidió que le mostrara como hacer aquello con los pedales. Ella solo había usado su bici a contra pedal. Sostuve la bicicleta. Ella subió. Se sujetó del timón, entonces hice por tomarla por la espalda rodeándola con mis brazos y la bajé mis manos lentamente hasta tomar cada una de las suyas. Acerqué mi rostro a su cabello y sentí ese particular olor a leche para bebés y aceite menen. Me sentía muy extraño.
Pensaba hacer algo al respecto cuando repentinamente oí los gritos de mi madre quien me llamaba para volver a casa. Nos separamos con Karla abruptamente. Me agradeció el momento y nos prometimos vernos el siguiente día.
Corrí hasta donde mi madre quien tenía esa expresión de haberse peleado con mi padre. Sus lágrimas recorrían por sobre sus mejías. Me daba lástima la pobre. Volvimos a casa. Mi padre estaba acostado en el sofá gesticulando palabras ininteligibles y mamá nos obligó a mí y mis hermanos subir a nuestras habitaciones. Nos advirtió que el siguiente día no iríamos a estudiar. Hubo una sensación de confusión dentro de mí.
El siguiente día, mamá nos pidió meter toda la ropa que pudiéramos en nuestras mochilas porque iríamos a casa de la abuela. Esta vez sería para siempre. Salimos. Caminamos por el vecindario. No estaba ninguno de los chicos. Karla no estaba, habría ido a su colegio a esperar la tarde. Nos fuimos. No tenía idea de lo que pasaba. Karla y yo jamás nos volvimos a ver.