DON
VEIDER
Erick
Tomasino
Don Veider salía todas
las mañanas de su casa, bien tempranito. Yo lo veía pasar desde el corredor que
daba hacia la calle. Lo miraba y lo saludaba con un gesto que él correspondía
con otro gesto.
Un día me animé a
saludarlo con un “buenos días”.
-Buenos días- me
respondió con su voz cansina.
-Ya va de paseo- sugerí
como si en verdad me importara.
Me miró con una expresión
que denotaba que a él le interesaba menos darme explicaciones. Se fue de largo.
Don Veider no era su
verdadero nombre. Dicen que el apodo le venía –aunque no tenía nada que ver- de
su actitud pendenciera. Cuentan que era bueno para los talegazos y por eso se
le consideraba el “tata” de todos los hombres rudos del pueblo, lo que lo metió
en un sinfín de problemas, incluida la “autoridad”. Pero de repente, como si
alguien le hubiera secuestrado las energías, Don Veider dejó de ser aquel
hombre rudo y pasó a ser una especie de fantasma que caminaba todas las mañanas
bien tempranito hacia rumbos indefinidos.
Lo vi pasar muchas veces,
casi siempre, al nomás clarear el día, salía de su casa hacia un rumbo
desconocido para mí. En el pueblo, lo que se sabía, era que Don Veider vivía
solo, demasiado solo y casi no hablaba con nadie.
Por comentarios que se
compartían en lo que se consideraba el espacio sociocomunitario de la localidad
-la pupusería de la Niña Lola- supe que a Don Veider le habían desaparecido a
su familia durante la guerra y que luego de un rato de haberse perdido él
mismo, retornó con el empeño en irlos a buscar todas las mañanas. Está loco
decían.
Loco por tener memoria y
esperanza. Como si la desesperanza y el olvido fueran más sanos.
La última vez que lo vi fue
cuando nos encontramos por la calle, lo saludé y de forma indiscreta le
pregunté que cuánto tiempo más se iba a empeñar en buscar a sus desaparecidos.
Lo haré hasta donde me
alcancen las fuerzas –dijo mirando hacia el horizonte y continuando su camino-.
Entonces, que la fuerza
le acompañe –susurré- y seguí el mío.