Margarita siempre ha vivido sus nueves años allá donde la montaña silba en tono calmo. Donde los naranjos alegran la temporada con agridulce sabor.
Margarita siempre vio a su abuela bajar y subir aquellos caminos de tierra con cada cosa que en las arrugadas manos parecían milagros. Con la curiosidad que a esa edad impulsa la enigmática luz por descubrirlo todo, Margarita pidió a su abuela que le permitiera recorrer los caminos para saber qué había mas allá de los árboles que protegían su infancia.
La Abuela, con tierna complaciencia, prometió llevar a Margarita a la ciudad, y en los ojos de miel de aquella niña se vislumbraba cierta maravillosidad por el sueño cumplido.
Madrugaron aquel día, caminaron lo caminable y Margarita se sentía volar entre sus visiones y la fantasía. Abordaron el camión con la compañía del canasto de naranjas que en cada curva presumían de hacer malabares.
La Abuela conocía ya muy bien la ruta, por lo que por esporádicos segundos aprovechaba a dormir, quizá para acompañar los sueños de la amada nieta, quizá por el cansancio acumulado de toda una vida perpetuando la existencia.
Llegaron al lugar, una acera llena de comerciantes a la orilla de una de las principales vías de la ciudad. El canasto en el suelo. Maragarita girando en su sitio si bien procesando en su infantil cabeza las imágenes de todo aquello; absorvida por los murmullos que enla gran ciudad homogenizan los sentidos de quien se deja atrapar.
El monótono ruido interrumpido por el intempestivo chillido de unos frenos de auto, acompañados por el sonido de la bocina, gritos, murmullos, el alto irrespetado. La abuela sobre la calle como quien duerme para siempre. Los naranjos abandonados a su suerte sobre la cuneta.
Margarita, sedada por los destellos artificiales de la publicidad corrompida, nunca supo donde estaba.
Ahora es una sombra mas de las que recorren esta ciudad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario