De por qué el amor
Los hombres en este país son
como sus madrugadas:
mueren siempre demasiado
jóvenes
y son propicios para la
idolatría.
-Roque Dalton-
La niña con sus ojos de llaga
pregunta a la silueta del eclipse
sobre sus fantasmas,
tiene miedo a la inventiva
clarividencia de la palabra.
Lo saben sus entrañas
sus muérdagos aterciopelados de
hambruna
sus sollozos risueños de
asfalto.
Pregunta:
sobre el pan necesario fermentado
de ensueño
sobre
los zombies
adornados de cataclismos filosóficos
no entiende, no
que las flores regadas de humo
son compatibles
con la infinita intrascendencia
de crecer en los laureles
de los espejos ahumados por la
negligencia
de olvidar
que también fuimos profecía.
Lo sabe el féretro
los golpes de pecho
la distancia que se escabulle en
la magra tradición
de sentirse imprescindible.
Confieso que también le he visto
desde los árboles que invado
para comprender etéreo la
contradicción
de ponerle pies a los escombros.
Ayer me lo decía un poeta
gigante
que la poesía no era sólo
palabra
-o algo así-
y en el sigiloso estallido de una
lágrima
habré sentido algo de vergüenza.
La niña con sus ojos se derrite
en la imprudente nostalgia de
quienes fenecimos en el retrete
cuando creímos que el amor se
circunscribía
a los manifiestos cánones del
rosal universo.
Y mientras ella también muere
nos regodeamos de transparentar
la pureza
con el forraje tridente del
desencanto.
Ah, que si bien lo sabemos
y con un par de mentiras, polvos,
antifaces
expiamos de culpa la voz de
nuestros huesos.
Pero es la niña quien no sabe,
quien ignora con prudente
artimaña
los ecos que en su entorno
sugieren escaramuzas.
Para eso existimos
para eso tienen sentido nuestras
medallas
nombramientos, bacanales
endulzados de ternura existencia.
Ella,
sólo vive para el reflejo
para que el amor -simplemente un
animal alado-
nos transporte a mundos
maravillosos
exiliados de tufos esporádicos.
Y por cada gesto trillante
un poeta también muere
y para no comprometernos
nos atrincheramos en el eco
fúnebre
de los versos del martirio.
Mientras madres marchan
atosigadas
desafiando a la muerte
la niña
(con sus ojos de espanto)
manoseada por los voceros del
olimpo
meretriz de la nómada esteta
nos clava la penumbra de su
olvido.
Nuestra voz bien podría
brindarse una dosis de afable
pero no,
es la súbita verborrea agreste
de quien dibuja nuestras
escaramuzas.
Es por eso que
desde mi esquina confortable
me identifico
cuando repito ocioso y sin
criterio
del por qué
(en su ausencia)
el amor
me cae
más mal
que la primavera.
Erick Tomasino
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