Otra historia de
taxis
Erick Tomasino.
Yo, como todo el mundo, tengo una opinión
sobre todo. Como todo el mundo excepto algunos que, disfrazados de analistas
políticos, repiten de forma mecánica slogans en los programas televisivos de
debate. Pero esta vez no voy a emitir una opinión sobre todo lo que está
pasando en la actualidad, sino que les voy a contar una historia.
Cierto día tenía que llegar con apuros a una reunión en otro
sector de la ciudad de San Salvador, pasé varios minutos esperando el autobús
que me acercaría, pero este decidió que se atrasaría. Ante la premura por
llegar a tiempo decidí tomar un taxi.
Caminé algunas cuadras y llegué a un punto
donde había uno, me acerqué intentando identificar al conductor. Un tipo de
aspecto “sospechoso” me abordó preguntando si necesitaba los servicios del
taxi. Le dije que sí. Me dijo que el manejaba aquel carro amarillo. Luego me
preguntó hacia donde me dirigía. Le di más o menos la dirección y se inventó el
precio de lo que costaría la vuelta. Me subí.
En el camino el tipo de unos cuarenta años
quiso hacer conversación, yo no le ponía atención y simulaba que lo escuchaba. Nunca
me ha gustado conversar con los taxistas, menos si son desconocidos.
Así iba hasta que me volvió a preguntar la
dirección. Se la repetí. Se quedó en silencio unos segundos, luego me confesó
que no sabía dónde quedaba ese sitio. Intenté ubicarlo. Me dijo que lo fuera
dirigiendo.
Yo me molesté y le increpé que cómo podía
haberme dicho que me llevaba y me había dado una tarifa si no tenía ni puta
idea de hacia dónde íbamos. Él con una risa nerviosa dijo:
-Es que no soy de la capital, acabo de llegar
hace unos días. Acabo de salir de la cárcel.
Ante ello, mi atención se despertó y -debo de
confesarlo- el miedo también. Muchas ideas pasaron por mi mente y la probabilidad
de un secuestro o de un asalto rondaba a mil por hora.
Él siguió:
-Estuve ocho años preso, uno comete errores
en la vida y hay que pagarlos. Cuando salí no sabía qué hacer, uno anda
cargando con el estigma de haber estado encerrado. Pero graciasadios (sic.) mi
cuñado me dijo que podía trabajar para él. Es taxista y tenía este carro. Lo puso
a disposición para que yo me rehabilitara y pudiera recuperar mi vida, pero
como ve, apenas conozco la ciudad, ni siquiera sé cuánto cobrar por cada
vuelta. Graciasadios (ibídem.) me he encontrado con personas como usted que me
entienden y a pesar de todo confían en mí. En que puedo salir adelante.
Después de ello intenté hacer un discurso
pero no encontré las palabras adecuadas, así que me limité a decirle en qué
calles podía ir para llegar más pronto. Cuando llegamos le extendí un billete
para pagarle lo que me había dicho. Él lo tomó y me dijo que esperara que me
daría el cambio. Sacó unas monedas, me las dio y me deseó suerte. Yo también a él.
Bajé del taxi. Él se marchó. Cuando conté las monedas, me había cobrado un dólar
menos. No supe si era por error o por que le caí bien.
Luego me quedé pensando ¿cuántas de estas
personas, luego de haber estado en prisión, buscan readaptarse a una sociedad
que no está preparada para ello? ¿A quién, al escuchar su confesión se le habría
ocurrido pegarle un tiro porque se sentía insegura? ¿Se sentirá seguro de andar
en las calles?
Con esas dudas me quedé, pero había llegado a
tiempo y con un dólar más. A esas horas aún no había llegado nadie más a la
reunión.
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