A
BALAZOS NOS (D)ESCRIBIMOS
SOBRE
EL ABORDAJE DE LA VIOLENCIA EN LA LITERATURA SALVADOREÑA
Erick Tomasino
Se ha vuelto común la apreciación de que la
violencia es uno de los principales problemas del país. Es casi un tema
insoslayable de conversación en diferentes ámbitos y por ende de preocupación
al intentar explicarla y mucho más resolverla; y en el caso particular de la
literatura un tópico relevante aunque esta se exprese a nivel descriptivo
solamente. Pero debido a la complejidad del fenómeno no exista una idea común
de cómo entenderla.
Cuando escuchamos la palabra violencia,
irremediablemente nos remitimos a los hechos criminales que suceden diariamente
y que tienen que ver con actos delictivos relativos a asesinatos, asaltos, agresiones,
etc. cuya responsabilidad es asignada casi de manera automática a los grupos de
pandillas juveniles conocidos como “maras”. Hecho que ha sido colocado por la
prensa de tal manera que se considere el principal problema en El Salvador; sin
embargo ello es sólo una forma en la que se expresa la violencia y que en todo
caso, también es consecuencia de otra forma superior pero a la vez invisible:
la violencia estructural.
Por violencia -nos dice Martín-Baró- “hay que
entender la aplicación de una fuerza excesiva a algo o alguien, mientras que
por agresión se entiende la violencia dirigida contra alguien con la intención
de causarle daño. Violencia y agresión son conceptos que arrastran una
valoración negativa, aunque hay muchas diferencias en el sentido con que los
psicólogos emplean estos términos. (MARTÍN-BARÓ, 1997: 421).
En tal sentido, hay una diferenciación sustancial
entre la violencia y la agresión. Esta última muchas veces confundida con la
primera y concebida como la única forma de violencia. Por ello, la perspectiva
histórica es necesaria para encontrar el sentido psicosocial de las diversas
formas de violencia. En la época en que
Baró escribió el texto citado (conflicto armado) el autor identificaba tres
principales formas de violencia que se distinguen en la vida social de El
Salvador: “la violencia delincuencial, la violencia represiva y la misma
violencia bélica”.
En la actualidad podríamos decir, que la que más
se asume es la delincuencial, no obstante la forma superior a la que quiero
hacer referencia es a la violencia estructural que tiene que ver con el sistema
de organización social y económico que promueve la explotación, la dominación,
la opresión como ejes esenciales para su reproducción, sino veamos como
violento el hecho de que en país como El Salvador, apenas 160 personas
concentran el 80% de la riqueza y que grandes empresas evadan impuestos por
unos US$372 millones. También resaltar que en la actualidad se manifiesta en el
tráfico de armas, drogas y personas como ejes de acumulación capitalista, pero
que no se asumen como actos violentos dentro de un sistema que se basa en ellos
para subsistir.
Por otro lado, Peter Waldmann, citado por Kohut
(1999), en su artículo sobre la violencia política, distingue entre violencia
personal, institucional y estructural. La violencia personal es definida como
“una interacción social que se caracteriza por la imposición de pretensiones y
esperanzas o, más simplemente, por el enfrentamiento corporal directo”. La
violencia institucional, por su parte, es “el poder de mandar sobre otras
personas, apoyado en sanciones físicas, que se concede a personas que ocupan
ciertas posiciones”. Finalmente, su concepción de la violencia estructural,
inspirada en la del investigador noruego Galtung, la define como “la causa de la
diferencia entre la realización somática y espiritual del hombre y su
realización potencial”. La violencia estructural no se puede imputar a una
persona o institución determinada, sino —de una manera algo vaga— a las circunstancias
reinantes que impiden; por ejemplo, que un enfermo pobre reciba el tratamiento
médico adecuado. Este ejemplo hace ver que la violencia estructural pertenece,
en última instancia, al campo de la violencia institucional, porque es la
consecuencia de una situación política en el sentido más amplio. (KOHUT,
1999:195). Yo sumaría otra expresión de la violencia que no necesariamente
tiene connotaciones negativas y esa es la violencia “revolucionaria” o de
“resistencia”, como fuerza cuyo objetivo es romper los equilibrios existentes
para transformar la realidad y socavar las estructuras que generan y reproducen
la violencia.
Es así que para incorporar al análisis de la
violencia en la literatura, es necesario primero apartarnos de todo apriorismo
negativo e identificar por un lado el equilibrio existente y por otro asumir
que la violencia es la fuerza que rompe con ese equilibrio. Cuál es el
equilibrio y cuál es la fuerza que la rompe nos permite tomar postura para su
abordaje.
A partir de lo anterior propongo analizar la
violencia en la literatura a partir de su doble carácter: 1) la que aborda
literalmente la violencia y sus distintas expresiones o formas y 2) la que es
violenta en cuanto pretende la ruptura del canon dominante, buscando formas propias
o novedosas.
Dicho esto, cuando se habla de violencia en la
literatura es importante comprender los momentos históricos en los que desde la
narración o la poesía, ésta ha asumido una posición o bien de seguimiento o
aplicación a la literatura ya conocida o bien, de ruptura con los cánones
establecidos. Para identificar el abordaje de la violencia en la literatura,
quiero hacer distinción sobre el énfasis en las formas de violencia que abordan
identificando períodos que podrían ser los establecidos por los momentos
políticos de la historia salvadoreña definidos a partir de la guerra y
conflicto armado, es así que se habla de una literatura de pre-guerra, durante
la guerra y de post-guerra.
Sin ser exhaustivo se podría decir que el
abordaje que ha hecho la literatura de la violencia tiene que ver con los
períodos históricos en los que se ha desarrollado, enfatizando una u otra forma
de la violencia; es así que en el caso de El Salvador se destaca en la
literatura de “pre-guerra” elementos de la propaganda política con una opción y
postura clara, usando un lenguaje violento en contra la pasividad de la palabra
que en aquella época se consideraba a la tradición literaria nacional, teniendo
a Oswaldo Escobar Velado quizá como su principal referente a la que le
siguieron escritores de la Generación Comprometida.
En tanto que la literatura del período de guerra
está marcada fuertemente por un testimonio militante, de contar experiencias de
participación en el conflicto través de una “estética utópica” como diría
Beatriz Cortéz (p. 24) que particularmente supera al momento político pues aún
luego de la firma de los acuerdos de Paz en 1992 y más aún por ello, se amplió
la producción literaria publicada con la narrativa testimonial que muchos excombatientes
dieron a conocer.
Mientras que la literatura de post-guerra se
define bajo “una sensibilidad que ya no expresa ni esperanza ni fe en los
procesos revolucionarios utópicos e idealistas” (Idem.). Atención aquí que
quisiera remitirme a no definir períodos como momentos estancos, sino más bien
entender que existe un período de transición quizá inivisibilizado por haber
olvidado la mirada a la producción de la literatura “durante la guerra” (al
respecto ver los artículos de opinión de Vallejo-Márquez sobre “la generación
olvidada”).
Los autores de los primero dos períodos
señalados, adoptan una posición de denuncia frente a la violencia estructural y
una posición a favor de la violencia revolucionaria, como parte del proceso por
alcanzar un proyecto político popular. La denuncia de una violencia que proviene,
en gran parte, de un sistema social excluyente, que no permite la participación
de todos en una comunidad, pero que su vez se reconoce como miembro de un
sujeto colectivo con potencialidades transformadoras; contrario al del período
de post-guerra. “el tema de la violencia –dice Kohul- en tiempos democráticos,
tema más difícil en cuanto que no conlleva la oposición blanco y negro propia
de los tiempos de la dictadura. El estado ya no es, a priori, el enemigo, ni la
resistencia armada puede estar, a priori, justificada.” (op cit. 208). Por lo
que el abordaje de la violencia se va retomando, cuando lo hace, a las formas
de violencia personal.
La literatura de la violencia en la actualidad
podría bien referirse a aquella que aborda la violencia criminal
(delincuencial) desde lo cotidiano o desde una perspectiva de la agresión. Para
ello, el ejemplo característico en Latinoamérica -dice Orrego (2013) es el de
la narrativa colombiana que ha propuesto el modelo conocido como “novela
sicaresca” término se le atribuye al escritor y columnista Héctor Abad
Faciolince, quien lo usó inicialmente en la década de 1990 para referirse a
todas aquellas novelas y películas que tenían como protagonista un sicario, un
adolescente quien mata por dinero. El término se usa al comparar este tipo de
novelas con la picaresca española, tan popular durante el Siglo de Oro. Ambas
siguen características muy similares, dentro de las que se pueden destacar el
protagonista antihéroe con un pasado desconocido; el protagonista quiere mejorar
su situación de vida pero fracasa; y el uso del naturalismo y realismo para
describir los aspectos más desagradables de la realidad.
Por ello no sería sorpresivo que a partir de una
percepción desde el sentido común, en El Salvador se instaure una literatura de
la mara, lo cual me parece que inició en el campo de los audiovisuales con lo logrado por el documental “La vida loca” de
Christian Poveda, quien al presentarnos la cotidianidad de un grupo de una
pandilla, consigue uno de los objetivos de toda narrativa: identificarnos con
el personaje. Herencia que vemos continuada aunque un poco más matizada en la
película “Malacrianza”. En cambio podemos encontrar, si se le puede ubicar de
esa manera, a la narrativa periodística de corte criminal, como el que realiza
un periódico digital que bajo una cortina de “periodismo de investigación” nos
presenta situaciones que tienen que ver con el lado humano del crimen y que
logran el objetivo de que muchos de sus lectores lo retomen como hechos
explicativos de un fenómeno social, logrando el objetivo señalado de
identificarnos con el sujeto de la historia hasta tal punto de considerarlos
víctimas inocentes de la marginación y que muchas personas leen con desorbitado
morbo.
En lo personal me parece más aleccionadora y temeraria
me parece la propuesta del hondureño Jorge Martínez Mejía en su libro “El mundo
es un puñado de polvo” en la cual los protagonistas son miembros activos de una
mara y que en el desarrollo de la historia nos lo presentan no como viles vándalos,
sino como seres humanos con historia, que crecen en ciertos contextos y ciertas
relaciones que los van llevando finalmente a ser quienes son. En el país me
parece necesario resaltar y sin ser exagerado, una obra de ruptura con el
poemario “El Disparo” de Luis Borja, quien desde un lenguaje poético pero
directo aborda varias dimensiones de la violencia aunque todavía no se
profundice -y no debería ser su objetivo- en formas de violencia más
estructurales y cuya propuesta está
siendo retomada por otros poetas coetáneos, no así en la narrativa que si bien
trata de formas de violencia me parece que no logra su cometido por ser
escritos desde la pedante comodidad de los escritorios de la diáspora que no
vive el día a día del “paniqueo colectivo”.
Cabe señalar que existe el riesgo de institucionalizar
el tema de la violencia (de la violencia criminal) en la literatura frente al
ansia de la industria editorial por encontrar el Tema que despierte pasión y
morbo en potenciales lectores y no de encontrar en ella la posibilidad de
comprenderla en su contexto específico; más aún, que se imponga una sola visión
porque es lo que demanda un público acostumbrado al morbo y la superficialidad.
Para finalizar quisiera enfatizar que en este caso
habría un riesgo de instalar una literatura de la violencia (o literatura de la
mara más en específico) como el nuevo canon en la producción salvadoreña, como
de algún modo se ha institucionalizado el tema del narcotráfico en la
producción artística colombiana; en ese sentido, aquella literatura marginal o
subalterna puede pasar a ser la literatura dominante y “oficial”, “canónica”
que escribe sobre lo “violento”, pero que deje de ser fuerza que contraste
contra el equilibrio de la industria literaria del entretenimiento.
DOCUMENTOS
CONSULTADOS:
CORTEZ, Beatriz. (2010). Estética del cinismo.
Pasión y desencanto en la literatura centroamericana de postguerra. F y G
Editores. Guatemala.
MARTÍN-BARÓ, Ignacio. (1997). Acción e
Ideología. Psicología social desde Centroamérica (I). UCA Editores. 8°
edición.
KOHUT, Karl. (1999). Política, violencia y literatura.
Congreso Anual de la Asociación Alemana de Investigación sobre América Latina
(ADLAF). Hamburgo.
ORREGO, Jaime. (2013). Literatura y violencia en Colombia: del fracaso
de la sociedad y el estado, a la búsqueda de la solución.
Seminario Permanente de Humanidaes. 7 de agosto.
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