viernes, 15 de mayo de 2015

De por qué el amor

De por qué el amor

Los hombres en este país son como sus madrugadas:
mueren siempre demasiado jóvenes
y son propicios para la idolatría.
-Roque Dalton-

La niña con sus ojos de llaga
pregunta a la silueta del eclipse sobre sus fantasmas,
tiene miedo a la inventiva clarividencia de la palabra.
Lo saben sus entrañas
sus muérdagos aterciopelados de hambruna
sus sollozos risueños de asfalto.
Pregunta:
sobre el pan necesario fermentado de ensueño
sobre los zombies adornados de cataclismos filosóficos
no entiende, no
que las flores regadas de humo
son compatibles
con la infinita intrascendencia de crecer en los laureles
de los espejos ahumados por la negligencia
de olvidar
que también fuimos profecía.

Lo sabe el féretro
los golpes de pecho
la distancia que se escabulle en la magra tradición
de sentirse imprescindible.

Confieso que también le he visto
desde los árboles que invado
para comprender etéreo la contradicción
de ponerle pies a los escombros.
Ayer me lo decía un poeta gigante
que la poesía no era sólo palabra
-o algo así-
y en el sigiloso estallido de una lágrima
habré sentido algo de vergüenza.

La niña con sus ojos se derrite
en la imprudente nostalgia de quienes fenecimos en el retrete
cuando creímos que el amor se circunscribía
a los manifiestos cánones del rosal universo.
Y mientras ella también muere
nos regodeamos de transparentar la pureza
con el forraje tridente del desencanto.
Ah, que si bien lo sabemos
y con un par de mentiras, polvos, antifaces
expiamos de culpa la voz de nuestros huesos.

Pero es la niña quien no sabe,
quien ignora con prudente artimaña
los ecos que en su entorno sugieren escaramuzas.
Para eso existimos
para eso tienen sentido nuestras medallas
nombramientos, bacanales endulzados de ternura existencia.
Ella,
sólo vive para el reflejo
para que el amor -simplemente un animal alado-
nos transporte a mundos maravillosos
exiliados de tufos esporádicos.

Y por cada gesto trillante
un poeta también muere
y para no comprometernos
nos atrincheramos en el eco fúnebre
de los versos del martirio.
Mientras madres marchan atosigadas
desafiando a la muerte
la niña
(con sus ojos de espanto)
manoseada por los voceros del olimpo
meretriz de la nómada esteta
nos clava la penumbra de su olvido.

Nuestra voz bien podría brindarse una dosis de afable
pero no,
es la súbita verborrea agreste
de quien dibuja nuestras escaramuzas.
Es por eso que
desde mi esquina confortable
me identifico
cuando repito ocioso y sin criterio
del por qué
(en su ausencia)
el amor
me cae
más mal
que la primavera.

Erick Tomasino

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