viernes, 4 de marzo de 2016

Otra historia de taxis

Otra historia de taxis

Erick Tomasino.


Yo, como todo el mundo, tengo una opinión sobre todo. Como todo el mundo excepto algunos que, disfrazados de analistas políticos, repiten de forma mecánica slogans en los programas televisivos de debate. Pero esta vez no voy a emitir una opinión sobre todo lo que está pasando en la actualidad, sino que les voy a contar una historia.

Cierto día tenía que llegar con apuros a una reunión en otro sector de la ciudad de San Salvador, pasé varios minutos esperando el autobús que me acercaría, pero este decidió que se atrasaría. Ante la premura por llegar a tiempo decidí tomar un taxi.
Caminé algunas cuadras y llegué a un punto donde había uno, me acerqué intentando identificar al conductor. Un tipo de aspecto “sospechoso” me abordó preguntando si necesitaba los servicios del taxi. Le dije que sí. Me dijo que el manejaba aquel carro amarillo. Luego me preguntó hacia donde me dirigía. Le di más o menos la dirección y se inventó el precio de lo que costaría la vuelta. Me subí.
En el camino el tipo de unos cuarenta años quiso hacer conversación, yo no le ponía atención y simulaba que lo escuchaba. Nunca me ha gustado conversar con los taxistas, menos si son desconocidos.
Así iba hasta que me volvió a preguntar la dirección. Se la repetí. Se quedó en silencio unos segundos, luego me confesó que no sabía dónde quedaba ese sitio. Intenté ubicarlo. Me dijo que lo fuera dirigiendo.
Yo me molesté y le increpé que cómo podía haberme dicho que me llevaba y me había dado una tarifa si no tenía ni puta idea de hacia dónde íbamos. Él con una risa nerviosa dijo:

-Es que no soy de la capital, acabo de llegar hace unos días. Acabo de salir de la cárcel.

Ante ello, mi atención se despertó y -debo de confesarlo- el miedo también. Muchas ideas pasaron por mi mente y la probabilidad de un secuestro o de un asalto rondaba a mil por hora.
Él siguió:

-Estuve ocho años preso, uno comete errores en la vida y hay que pagarlos. Cuando salí no sabía qué hacer, uno anda cargando con el estigma de haber estado encerrado. Pero graciasadios (sic.) mi cuñado me dijo que podía trabajar para él. Es taxista y tenía este carro. Lo puso a disposición para que yo me rehabilitara y pudiera recuperar mi vida, pero como ve, apenas conozco la ciudad, ni siquiera sé cuánto cobrar por cada vuelta. Graciasadios (ibídem.) me he encontrado con personas como usted que me entienden y a pesar de todo confían en mí. En que puedo salir adelante.

Después de ello intenté hacer un discurso pero no encontré las palabras adecuadas, así que me limité a decirle en qué calles podía ir para llegar más pronto. Cuando llegamos le extendí un billete para pagarle lo que me había dicho. Él lo tomó y me dijo que esperara que me daría el cambio. Sacó unas monedas, me las dio y me deseó suerte. Yo también a él. Bajé del taxi. Él se marchó. Cuando conté las monedas, me había cobrado un dólar menos. No supe si era por error o por que le caí bien.
Luego me quedé pensando ¿cuántas de estas personas, luego de haber estado en prisión, buscan readaptarse a una sociedad que no está preparada para ello? ¿A quién, al escuchar su confesión se le habría ocurrido pegarle un tiro porque se sentía insegura? ¿Se sentirá seguro de andar en las calles?


Con esas dudas me quedé, pero había llegado a tiempo y con un dólar más. A esas horas aún no había llegado nadie más a la reunión.

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