Ahí
estás tú, como siempre. Acostado. Tienes esa típica sonrisa burlona tan tuya.
Aviento todo, mochila, bolsa, zapatos, brasier, pantalón, camiseta y me echo a
la cama. Es hora de dormir, supongo. Me preguntas que cómo me fue ¿Cómo va a ser? Como siempre, las cosas pasan
exactamente igual día tras día desde que estoy ahí, pareciera que el sol se
mete o sale por lugares distintos pero no, siempre es por donde mismo a la
misma hora, en el lugar de toda la vida. Te digo que te extrañé, que hicieron
falta tus pies calientes para mis noches frías, no me crees. Pareciera que
estás empeñado en creerte todas esa basura que publican por ahí sobre el amor,
que la media naranja, que el hombre –o la mujer – para toda la vida, que las
cursilerías esas que no cesabas en decir que no te gustaban y que ahora no
están, que la puta fidelidad. Volteo a verte con cara de déjame leer en paz. Volteo al otro lado, te
arrejuntas a mí y me preguntas que sí estoy enojadita. ¡Qué va! ¿Enojarme
contigo? Sí, la verdad me enoja que creas todas esas estupideces y además las
reproduzcas solo para complacencia de los otros. Me enoja que esté y que no
estés por andar pensando en que no estoy cuando realmente estoy ahí, a tú lado.
Mientras pienso lo que no te digo me acaricias, tantos años te dan la sabiduría
para conocer los puntos perfectos, esos que tú sabes tocar y que me impiden
ponerte resistencia. Besas mi cuello y murmullas yo no sé qué cosa en mi oído.
Me derrito y se nota, estoy tan húmeda que un riachuelo se cuela entre tus
manos mientras hurgas por mi clítoris. También lo sabes manejar, siquiera es
necesario darte instrucciones, las conoces. Vuelves a mi pecho, te abalanzas,
los aprietas. Chúpamelos, te digo, no haces caso, sabes que es mejor
acariciarlos y que yo muera para que hagas algo que no sea solo tocarlos
¡Carajo, que los chupes! Me haces caso y además los muerdes, lo puedes hacer,
es de esas pocas veces en que puedes hacer conmigo lo que se te dé la gana. Te
aviento la cabeza, claro que vas abajo. Me dices qué hace cuánto no ha pasado
una tijera por ahí. Debe ser lo suficiente. Te abres paso entre esa maraña de
vello púbico despeinado y negruzco, estás ahí y lengüeteas todo alrededor pero
nunca en el punto, te jalo, me ves, paras, te gusta verme desearte, te gusta
que te diga lo que quiero que hagas aunque sepas qué hacer. Y vuelves. Estás en mi clítoris, que para esas horas
deja de ser tan mío y ya es nuestro. La técnica es sencilla: lento primero y le
imprimes velocidad según vayas viendo mis jadeos y cuando la temblorina es
inminente, introduces un dedo o dos, los dedos y la lengua al compás y venida
al instante. Sencillo. Pero esta vez te vale madre la técnica. Inicias con una
velocidad interesante ni tan rápida ni tan lenta, suficiente, yo jadeo y estoy
tan húmeda…. Introduces dos dedos de una en mi vagina, sin piedad, y al ritmo
mueves la lengua con un clítoris de más hinchado ¡Para! Te digo, no haces caso,
sigues. Jadeo, sudo, grito, gimo, te muerdo, te araño, me aprieto, tiemblo…
¡Ya! Me volteas, aún sigo temblando, me nalgueas, y me penetras. Sigue tan duro
como aquella primera vez. Tú cuerpo cambió, pero tu pene sigue intacto, tan
fuerte, tan duro, tan tuyo. Lo metes y sacas lentamente. ¿La técnica? Al diablo
la técnica, rápido que estoy al punto. Me jalas el cabello, tú posición de
poder la disfrutas, te gusta, jadeas, gimes. Cierras los ojos, alcanzo a ver
por el gran espejo que está frente a nosotros, no pienso a quién te estarás
cogiendo, no me importa. Me aprietas más, me nalgueas, gritas, yo tiemblo, tú
tiemblas, los dos sincronizamos la respiración e increíblemente ¡Se acabó! Te tiras a la cama, me pongo a tú
lado. Tomas el control del televisor y
preguntas:
- ¿Y entonces? ¿Cuándo te vas con tu
marido?
-Nacori López-
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